La Navidad de dos amigas
“Si opus sit.”
“El resultado de un buen negocio, un cliente satisfecho”
“Donde hay una empresa de éxito, alguien tomó una decisión valiente”
Frases y citas suscribían el techo y paredes del almacén con grafos ondulantes y en negrita que imitaban toscamente al latín y se mezclaban con incomprensibles ideogramas japoneses. Dejados atrás al empujar con un pie la puerta.
Con los dedos como ganchos de perchero y las palmas de las manos ocupadas con ropa doblada, dos chicas uniformadas y con cara de sueño recorren taconeando la luminosa superficie comercial, donde cristales y espejos lucen reflejando la ilusión del vestir guapo. Pisando el suelo de efecto mojado, como un aeródromo ocupado por mesas sobre las que se apilan prendas multicolores y percheros metálicos, donde cuelgan las chispas de tendencias, junto a básicos. Van cargadas con la esencia de la ropa nueva, recién planchada, mezclada con el ambientador corporativo de las grávidas prendas de los cajones y armarios de las casas.
El zumbar sordo de las maquinas de aire, se acallaba con la música ambiental y el movimiento aumenta en los cafés próximos a los locales comerciales, que con persianas semiabiertas y encendido de luces inicia la persecución de objetivos disfrazados de rutina. Las barras y mesas de los temáticos cafés, ocupadas por jóvenes con paladares cafeteros, que serían salvados únicamente con el maridar de la hierbabuena, pues el único remedio para bregar contra los fermentos pastosos tras los desinhibidos botellones, es el café.
Comienza la venta y reposición de la mercancía, entre maniquíes, perchas y mucha gente. Discurren las horas con rapidez, porque la actividad no cesa y no parece dormir el consumo a pesar de que en las reuniones de motivación del personal siempre se canta la canción del – no se vende-.
Dos, de las siete chicas de la plantilla, tienen veinte años, y su imagen se parece. El maquillaje, camufla granos de alergia a la adolescencia. Con labios retocados que descubren al sonreír la ringlera perfecta de dientes blanqueados. Piel lozana invadida de tatuajes rendidos al frío si la imagen lo requiere. Chicas envueltas en lycra. Generación vestida a bajo precio, como poca es la cantidad de tela de la ropa interior que siempre eleva.
Una tiene muy claro lo que quiere. Otra, más insegura, se arrima al chico más romántico, el que inunda el álbum de su móvil con su presencia, su cuerpo desnudo o sus frases lujuriosas, esas que sabe bien se puedes volver en contra, cuando den a la tecla del bloqueo de amistad.
Una y Otra se miraban con el recelo de la rivalidad pero las horas echadas en el trabajo acumularon razones para congeniar. Otra se calló la idea que tenia de ella; la de una modosita chica aburrida, en contra de lo que ella vivía durante sus intensos fines de semana en los que consumía drogas sintéticas. Asumiendo que los comportamientos estólidos de una jovencita presumida y rebelde eran reprobables, pero ahí estaba su única manera de vivir. Todo aquello, no ocupaba más espacio en su cabeza, que los quebraderos por no ganar el dinero suficiente como para hacerse el ultimo tatuaje que tenia pensado o comprar la ropa, que de manera exclusiva venderían para las diez primeras chicas que dieran al – me gusta – de la página de moda.
Una enmudeció entre las perchas de los saldos, metida en un vendaval de incredulidad porque le estaba ocurriendo algo nuevo. La materialización de un deseo irremediable tras meditación y continuo planeo. En el breve tiempo de la divulgación de un twit, todo se volvió en blanco y negro. Y con terror, tuvo que ocultar lo que le estaba pasando, ordenando la sección, entre gotas de sudor frío como chasquidos de látigo, pues debía reponer las prendas antes de que llegara la encargada. Metida entre un mar de jersey monocromáticos, se agarró a la máquina de etiquetar y con voz de fingida naturalidad corrió mentalmente por delante de los pasos que daba con gran esfuerzo, hasta llegar al almacén. Llena de miedo pero no perturbada, se abatió sobre el suelo, entre emociones como hojas ninguneadas por el ulular del viento. Aterida de frío y con temblores convulsivos, reconoció la llegada de su planeo navideño.
Tras levantarse y conseguir alcanzar la pesada puerta a la que se asió con fuerza, casi a punto de desvanecerse, consiguió escribir el mensaje SOS. Para enviárselo a su compañera que, saltándose las normas ocultaba el móvil bajo el muslo. Segundos después, Otra sintió el vibrar de su móvil y aunque disimulaba interés por la conversación de la indecisa clienta, rabiaba de ganas por saber quien le mandaba un mensaje.
Ya libre de atender y con la sonrisa de cándida, fue doblando algunas prendas tras quitarles las alarmas, describiendo en el papel de la modista, el arreglo que había que hacer, a la vez que estiraba el cuello y movía los ojos buscando a la compañera para poder atender y aplacar el runrún de un mensaje no atendido. Pero la puerta no se abría, ni se abrió durante las horas en que no cesó de atender a los indecisos y atribulados clientes navideños que preferían guardar sus mejores sonrisas para cuando llegaran a sus casas donde engalanados con un optimismo fingido pasaran del plato principal a los dulces y regalos, envueltos entre risueños gestos.
Había olvidado a la amiga o mejor la había dado por perdida, y se sentía satisfecha consigo misma. Era capaz de llevar la venta con eficacia, las dotes que acababa de descubrir para el liderazgo, le ahuecaban la boca con un gesto de creída que, lo confesaba, no debía demostrar a la compañera, a la rival, que encontró tendida, con el móvil entre las manos, con el cabello níveo y la piel grisácea, con los labios agrietados y con destellos de plata. Con la mirada suplicante pero el sosiego expuesto dentro del paréntesis de las comisuras de su sonrisa leve.
Se había cumplido el deseo altruista de una joven comprometida.
Otra, fue la más seguida en las redes, esas mismas en las que contó la denuncia que su amiga le había enviado. Solo unos días antes de abrir noticiarios y programas de fenómenos extraños, por la difusión de que una joven dependienta había aparecido mutada, insólita transformación cromática de un ser humano, que respondía a la necesaria de hacerse oír en el silencio de los sordos.
Supo después, que Una había pasado muchos calendarios en ciudades donde se fabricaba la mayor cantidad de ropa que se consumía en el mundo, captando, in situ, y a extramuros lo que se iba a conocer: la salvaje violencia que se ejercía sobre el medio ambiente.
El SOS había llegado.
Ari Ito, Albacete, 23 de enero de 2014
LAS DEPENDIENTAS
Las frases y citas que recorrían el techo y las paredes del almacén lo hacían con grafos ondulantes y en negrita:
– El resultado de un buen negocio, un cliente satisfecho-.
– Donde hay una empresa de éxito, alguien tomo una decisión valiente-.
Y la frase furtiva de una viga:
– Si opus sit- pensamiento que muchas veces zumbaba como un rumor.
Dos chicas uniformadas y con cara de sueño bregan con la ropa, con los dedos como ganchos de perchero y el dorso de las manos como bandejas de ropa perfectamente doblada, a la vez que con los pies atizados dejan atrás la pesada puerta del almacén.
Taconeando a través de la luminosa superficie de espejos y cristales impolutos, se hundía como en un vals, la rutina. Entre la esencia de ropa nueva, mitigado calor de planchado y esencial ambientador corporativo, para un consumo exigente tejido entre telares de falsa satisfacción.
La música ambiental, parentela del alboroto in crescendo de los cafés temáticos próximos, donde jóvenes dependientes muy vestidos, sorben con prisas la apertura puntual y el encendido desmedido de un techo estrellado.
Blanca y Ausencia, las dependientas, tienen veinte años y se quieren con rapidez, congenian como guantes enfundados.
La una, Blanca, dada a pasar demasiado tiempo frente al espejo que sufría la visión de una escabechina tras otra en la cara moteada de granos que después camuflara bajo un colage de pasta de maquillaje grumoso. Ocupaba su cabeza con inquietudes constantes, como hacerse el más in de los tatuajes, entre quebraderos frustrantes, por no ganar suficiente como para comprar moda.
La otra, llamada Ausi, esconde tras un apodo el nombre de Ausencia. Una joven comprometida e interesada en denunciar la salvaje violencia sobre el medio ambiente en los remotos lugares donde se fabrica la mayor parte de la ropa. Llevaba meses dando vueltas a la necesidad de acción y fue esa mañana cuando entre un mar de monocromáticas prendas se agarró al ordenador y corrió mentalmente por delante de los pasos que daba con gran esfuerzo, hasta llegar a difundir las puntadas que contaminan el futuro, puntadas toxicas de metales cuando las flores y la arcilla tintan de alegría los armarios y las tiendas. Llena de miedo, entre emociones como hojas ninguneadas por el ulular del viento, gritó en las redes sociales la necesidad de un consumo reivindicativo de prendas monocolor hasta conseguir el compromiso de las grandes empresas, temerosas de que aquella acción fuera una cicuta económica devastadora para ellas.
Única manera de llamar al mundo para que cese su implacable destrozo sobre los ríos cristalinos, sobre la savia de los árboles que nunca llegaran a ser centenarios, sobre las gentes de tierras que, aunque lejanas, existe.
Me ha gustado pero me he quedado con ganas de leer más, animo tu puedes¡¡¡¡
esperando mas relatos…….
la descripcion de los personjes te hace pensar que estan aqui a tu lado,es todo tan minucioso, te enredas en la lectura…..hay que seguir leyendo
Me ha encantado! Animo y a seguir creando